-x- La forma en la que se vestía fue cambiando. Ya todo lo había cambiado por versiones más sobrias; venía además siempre con un montón de cargamentos: mochilas, maletines y carpetas. Se le notaba atareado. Sus últimas visitas duraban no más de media hora, y se sentaba a veces en una silla que había dispuesto con ayuda de otra persona. Pero me miraba como aburrido. Y miraba su reloj. Siempre miraba reiteradamente su reloj.
Hasta que un día llegó el día en que ocurrió lo que no pensé que ocurriría: marcaron las doce y veinte en las manillas del pequeño reloj de mi celda-vitrina (hora en la que él comúnmente venía), pero no llegó de inmediato como solía. Y marcaron las doce y veinticinco, las doce y cuarenta, la una. Él no llegó. Lo esperé toda la tarde y no apareció; y ninguna otra visita tuvo sentido, y me sentí como si me hubieran asestado de pronto un golpe sin darme tiempo para reaccionar, arrancándome lo más propio de mí. Me sentí vacía, confusa.
Recuerdo lo mal que dormí esa noche; no paraba de pensar en qué le habría pasado, en el motivo de su ausencia. Comencé a darme cuenta de que lo quería. La costumbre es algo muy interesante, algo que a veces nos lleva a pasar por alto lo que suele estar presente en nuestras vidas, creyendo que siempre estará allí; pero cuando se interrumpe esta rutina es cuando quedamos a la deriva, sin saber qué hacer ya sin lo que antes ignorábamos nos era tan necesario. Yo me sentí así, desolada. Pero más temía (y sigo temiendo) por él que por mí: sigo pensando: ¿qué le habrá pasado?. ¿Es que seguirá estando vivo, o le habrá reclamado la muerte tan de pronto, y de ser así, de qué forma? ¿Le habrá ocurrido de forma violenta o lo habrán reclamado de pronto seres mejores, de alguna otra parte del mundo, queriendo llevarlo consigo por haberle tenido dispuesto un mejor destino?
Me levanté los días siguientes pensando, esperando que su falta se hubiese debido a algún motivo fortuito, a alguna causa desconocida pero que sería tan sólo una excepción; una excepción de un día. O de unos cuantos días... quizá. Me traté de hacer creer a mi misma que podría haber necesitado viajar a algún lugar, por algún motivo de imperiosa necesidad, por unos días, pero que tarde o temprano volvería.
Mas lo cierto es que siguieron pasando los días, las semanas y finalmente los meses, y mi visitante especial no volvió. La hipótesis del viaje comenzó a mostrarse poco factible, y finalmente terminé por asimilar -si bien no completamente- el hecho de que ya no habrían más visitas regulares, pero a orientar mis esperanzas hacia la idea de que pese a la interrupción de esta rutina a la que me había acostumbrado, vendría eventualmente a verme siquiera por una última vez; en razón de la nostalgia, o simplemente para zanjar el asunto con una debida despedida. Mas él nunca volvió.